-Mejor estoy aquí que en casa viendo Sálvame.
Aquel solitario hombre en mitad de sus castaños tenía más razón que un pecador, que los santos no sabemos si mienten aunque sea por piedad, que el aire fresco y el zumbido de los insectos era material apreciadísimo en tiempos de aquel covid que hoy parece una ensoñación.
Siendo un noviembre luminoso, seco como un agosto tardío, qué mejor que acercarse a Villavieja a dar un paseo. Villavieja es un pueblo con una carretera sin salida, un fondo de saco adonde se va si se quiere, que más allá no se puede ir a cuatro ruedas pero sí a dos patas. O sí. El pueblo es más que un punto y aparte, es el inicio para ir más arriba, al mítico Ferradillo, donde las cerezas brotan en septiembre.
No quería yo tanto. El plan era rodear el Sierro y descender por uno de los sotos de castaños más hermosos del entorno. Como un regalo añadido, el camino permite una perspectiva del castillo de Cornatel adonde los turistas no llegan, ni imaginan poder verlo de tú a tú, a tiro de piedra. En esas andaba yo, sin saber que me iba a encontrar con Amadeo G. Por el camino que serpentea por el valle de Recunco, y que lleva el agua a Priaranza, entre los castaños, entreví un tractor y su remolque, y a una figura que hasta que no me acerqué más no pude entender que era un hombre sentado, comiendo una fruta con parsimonia, diría que ensimismado.
-¿De dónde sales?
Le expliqué mi periplo: que pasé junto a la cantera de cal de la que solo queda el hueco del mordisco y alguna piedra en desorden que un día pudo ser cabaña o chamizo. Y que bordeé por una senda el colmenar entre el Serro y Traspeña, un emplazamiento tan soleado que las abejas en invierno no sufren el frío que exhalan las Peñas de Ferradillo. Amadeo ya se había bajado del remolque, y me hablaba. Ninguno de los dos llevaba la mascarilla puesta, que no sabíamos si allí, en aquel claro de bosque dorado por la luz del sol del otoño, había que ponérsela. No era un buen lugar para ningún virus, territorio de chancro y avispilla, a sabiendas de que nadie saldría de la espesura con el dedo acusador.
-Me acuerdo de ver la cantera de caliza funcionando, la de Valilongo, que le dicen El Sierro. Hubo muchas, dieron su dinero, la gente se agarra a lo que sea. Había un teleférico que iba de las canteras al calero de Rioferreiros. Igual queda algún resto, una torreta, hace mucho que no voy por ahí.
Amadeo era un tipo enjuto, vestido con un jersey oscuro y unos pantalones vaqueros con manchas de tierra que hubieran venido peripintados como atrezo en un anuncio de detergentes de esos que no dicen la verdad. Visto de lejos, con un grueso cinto por encima del jersey, podría haber pasado por un personaje de cuento, un habitante perenne del soto que solo se hace visible en los meses de apañar las castañas a caminantes como yo. El apañador.
Se acercó a un castaño a mi espalda, marcado igual que las reses con las iniciales A y G. Una escalera de madera se apoyaba en el tronco, un ejemplar que bien podría tener 100 años. Y bajo su copa, me dio una clase de poda y cuidados. Me explicó lo que era un castaño bravo, que apenas dan productividad, con castaña muy pequeña. Y de ahí los injertos y las podas para obligar al árbol a dedicarse a sacar buenas castañas. Gesticulaba para dar más énfasis a la enseñanza. Lo hacía con el cariño de aquel que estima lo que tiene, que aprecia el recio porte de los castaños y el anual regalo que antecede a la Navidad, que fue sustento fundamental de personas y bestias.
-Últimamente he notado mucho bicho, que estos calores no hacen ningún bien. El otro día corté una nogal: debajo de la corteza era todo bichos y más bichos, algo que antes no se veía. Está claro que algo ya no es como antes.
Ciertamente, tras un octubre caluroso, noviembre no había empezado con ganas de asaltar las bajas presiones. Ese mismo día, la tarde que ya era, se podría haber ido en manga corta.
-No hace mucho vi cómo salían un montón de crías de la avispa torimus, esa que dicen que es la que se va a cargar a la avispilla del castaño, o eso he oído, que yo hasta que no lo vea no me lo creo.
La imagen de ver salir a un montón de jóvenes Torymus hambrientas se me antojó deseable aunque poco probable. Pero si Amadeo, que no parecía hombre dado a la exageración, lo afirmaba, no me sentía yo con entidad para contrariarle.
-No sé si te fijaste en la bajada, hay unos pinos que plantó un amigo mío como hace 80 años.
Ante mi negativa, enfiló vigorosamente camino arriba, el mismo que me había llevado allí. Le seguí sin oponer resistencia. Amadeo me fue señalando el pequeño destacamento de pinos, tan a deshora en un castañar como esquimales en Benidorm.
-Pantigoso, a esto le llaman Pantigoso. Toda la vida, ya mi abuelo le decía así. Lo que significa no sé.
Tiempo después, me encontré con que aquel entorno había estado habitado en tiempos inmemoriales, una nebulosa manera de decir algo sin temor a errar. No era mala ubicación, con el agua del arroyo, el sustento de las castañas y protegido de los vientos.
-A mí me gusta venir al soto a pasar las horas, es mejor que estar en el bar, o en la huerta. O viendo el Sálvame ese, que solo saben gritar.
Ciertamente, la comparación entre el circo de fieras de Telecinco y la paz del soto en noviembre no tenía parangón.
-Este año la castaña se está pagando bastante bien, sobre 1,85 euros el kilo. Otros años apenas te daban un euro. Veo juventud que no quiere trabajar, que no quieren doblar el lomo. Mira, un chaval puede apañar 100 kilos al día, lo que son 100 euros como poco: ¿quién gana 100 euros en un día? Pero ahora nadie quiere los castaños, que dicen que dan mucho trabajo, se está mejor cobrando el paro, o en casa de los padres.
La sabiduría de lo obvio no requiere de títulos. Amadeo lo decía no con el reproche, si no con la pena de abandonar una riqueza de siglos, una herencia que no hay que desdeñar.
-La cosa cada vez está peor. No hay trabajo y si no hay trabajo no hay dinero, y eso solo trae holgazanería y malos hábitos. Mira, en Priaranza llegó a haber siete bares y un cine, donde está ahora el ayuntamiento. ¡Siete bares! Y vivían todos. Y ahora solo queda uno. Y como siga así la cosa, ninguno. No sé si había dinero pero sí se movía algo la cartera.
No se estaba mal allí, conversando con Amadeo G., viendo bajar la luz en aquel lugar apacible. Mi plan era subir al collado de El Matón y bajar por Rimor antes de que se echara la noche. Que en noviembre la tarde corre que se las trae, y cuando te has dado cuenta se echa la noche en el bosque y los lobos salen a los caminos a ver pasar a los caminantes.
Le pregunté por topónimos del entorno, por los nombres que los lugareños usan que muchas veces se pegan con las que aparecen en los mapas del Instituto Geográfico Nacional.
-A esa parte le llaman La Villeira, y por allí Las Escabanas. Y el Matón, sí, donde dices que vas. No sé más.
Me despedí de Amadeo en la distancia, por si Fernando Simón salía de la espesura.
-Acércate cuando quieras por Priaranza a tomar un vino, estás invitado.
Por un hilo que la casualidad de la vida me sacó, supe de él años después. Alguien me contó que había tenido problemas con la justicia. Y que estaba delicado de salud, de tanto trabajar en la huerta con frío y con lluvia, comer mal, y que vivía con una hermana. He vuelto más veces por Pantigoso, y sé que no me encontraré de nuevo con Amadeo G.
¿Quién cuidará ahora de sus castaños?
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