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#65 Encuentro en el cementerio (AVV)

Foto del escritor: Luis García PrietoLuis García Prieto

-¡Ven! ¡Ven!

Una mujer me apremiaba a subir por los últimos peldaños que dan al cementerio de Rimor, con una prisa sin motivo aparente. La vi llorosa, ya saliendo del cementerio, y entonces se dio la vuelta de inmediato, en cuanto me vio poner el pie en el primer peldaño.

Tengo predilección por los cementerios. De los pequeños, humildes, hasta un poco desastrados, de esos donde el olvido se alía con la maleza para taparlos. Por el municipio hay varios en mi lista: el de San Esteban de Valdueza, protegido en los muros de lo que fue ermita pasto de las llamas. El de Valdecañada, en pendiente, con la sombra de la iglesia de San Martín. O el minúsculo de Montes de Valdueza, pegado a la torre.

-¡Ven!

La mañana era espléndida. Llegar a Rimor para disfrutar de su inmenso soto, no era un plan desdeñable. Finales de septiembre, con un calor que quería ser de agosto. Sabía que al llegar al soto de Rimor las sombras serían las mejores aliadas. Otra cosa supondrían los mosquitos: cargaba con un spray de citronela, aunque eso no parecía intimidarles demasiado. Desde Toral de Merayo el camino va ascendiendo, y cuando el suelo deja de ser asfaltado y da paso a la tierra, es cuando mejor se camina, con las lindes cercadas de almendro y los cerezos aguantando la solana. Como un Espronceda del noroeste podría cantar: “El Torullón a un lado, al otro lado el Cabezo y allá a su frente el soto de Rimor”. No vi turcos ni peregrinos del Camino de Invierno. Una mujer se afanaba en la linde. La saludé. Me devolvió el saludo. Ninguno intuía que nos volveríamos a encontrar.

-No te has dado cuenta, yo soy a la que saludaste hace un rato.

Madalena (así la vamos a llamar, como la calle donde se ubica la iglesia de San Jorge) se secaba las lágrimas, y arrastrándome sin tomarme de la mano siquiera, me condujo a una lápida.

-Mira, mira, aquí está mi hermano. El 12 del mes pasado se jubiló y el 13 le dio un infarto, y aquí me lo metieron. ¿Tú crees que hay derecho?

En aquel nicho descansaban más familiares, una manera de pasar la soledad eterna en buen compañía. O no, que las familias ya se sabe. Acarició la lápida, con la mirada puesta, balanceando la cabeza, nerviosa, más enfadada que dolida en su resignación.

-¿Y por qué no nos dice nada? Podría decirnos algo, dar una señal de que está bien, que esto no puede ser. Se jubila tan alegre y ¡hala! le da un infarto que se lo lleva sin avisar, sin despedirse. Estamos que no nos lo creemos. Estaba vivo un día y luego aquí a llorarlo. Es que no hay derecho...

Uno, con la gorra puesta y la mochila roja al hombro, ante ese vértigo de la muerte, no sabe qué responder. Si por lo menos antes de salir me hubieran dicho: “prepárate algún discurso, Luisito, un argumento estoico, cita a Marco Aurelio que ahora está de moda, que te vas a encontrar con la señora Madalena, que la pobre no levanta cabeza ni ánimo”. Argumenté que los muertos están bien, que si no se manifiestan es porque se hallan en otro plano, en otra dimensión, que no pueden, que no deben volver a este valle de lágrimas. Que todo tiene un porqué aunque no sea comprensible para los que aún estamos aquí, esperando lo inevitable. Ninguna de mis palabras podrían servirle a ella de consuelo. Ni recomendarle sesiones de ouija, ni regresiones, ni psicofonías.

-Mira, allí está mi sobrino. Murió muy joven el pobre.

La seguí entre los minúsculos caminos parecidos a callejas entre las lápidas y las cruces. El cementerio de Rimor es, a mi entender, el más curioso entre todos los pueblos de Ponferrada. La iglesia de San Jorge lo cierra por su cara norte, estando rodeado de casas, tan pegadas que de un salto bien podríamos caer dentro. No sé si es porque los vivos necesitan vigilar a los muertos, que no se salgan del redil. Que puedes salir al corredor y ver que la abuela Aurora sigue en su habitáculo, tan calentita. O viceversa.

Su ahijado fue un chaval al que la vida se llevó demasiado pronto. Hermano del dueño de un mítico local de aquella época (por respeto diré que fue en el siglo pasado, sin más detalles) que servía hamburguesas, en la primera época dorada de aquellas (ahora también viven una época exitosa), y con el cual yo tuve un encuentro poco antes de su accidente. Por una cuestión que no viene al caso, se prestó a llevarme para hacer un recado, y devolverme a mi casa. Era un chaval grueso, mucho, demasiado tal vez, y poseía una moto de gran cilindrada. Insistió tanto que monté con él, y confieso que lo pasé algo mal, dado mi rechazo natural a las motos. Y porque el chaval era tan grande, y la moto era de tal envergadura, que a mí me daba cierta aprensión cuando tomaba las curvas, se tumbaba y yo rodeaba su cintura con dificultad. Apenas cogía unos grados de inclinación, pero a mí me parecía que rozábamos el suelo; o que íbamos a caer a un lado, aplastado yo bajo aquella conjunción de carne y metal. Aquel chico falleció no mucho después al ser empujado por un coche que lo empotró contra una parada de autobús urbano en la avenida de Portugal. Llevaba el casco en el brazo, como era muy habitual en aquella época, y la muerte debió de ser instantánea. Los hilos de la casualidad que no existe, de la causalidad más bien. Leí su nombre y la fecha de su llegada y partida a este planeta.

El sol apretaba, y alguna ortiga insidiosa me traspasaba el pantalón. Por rebajar un poco el tono, y que la luz volviera a aquel cementerio tan cuidado, saqué a colación a Valentín, a Valentín Carrera. ¿Qué otro Valentín había colocado en la mismísima Antártida un cartel que señalaba Rimor, El Bierzo, 12.661 km?

-Pues en esa casa vivían sus abuelos. Ahora es de otra persona.

Miré el modesto edificio, con una inscripción tallada en la madera. La abuela María debía de salir al corredor a regañar al inquieto Valentín, que en vísperas del Día de Difuntos iba feliz a casa de su abuela querida; y que mientras los mayores limpiaban las tumbas, sus amigos y él revolvían las pequeñas tumbas de los niños muertos sin bautizar, enterrados fuera de sagrado, en un limbo de tierra. Así se las gastaban los niños de Rimor y uno de Ponferrada.

Por desviar un tanto la grisura de la conversación, glosé las excelencias de la iglesia de San Jorge. Que si sus tres campanas, su pórtico de los más singulares de El Bierzo, con sus cuatro arcos de piedra en tonos gris y terroso, un conglomerado de matriz ferruginosa. Y qué decir del interior, con un notable artesonado y las delicadas pinturas de la bóveda, con querubines, racimos de uvas, el sol y la luna... Bla bla bla. Madalena asentía. Ella tenía algo más interesante que contarme.

-Yo era muy niña todavía. Pero me acuerdo como si fuera hoy. Estaban construyendo el canal de Cornatel, no pasa lejos de aquí, por debajo de la carretera por donde has venido. Mucha gente de la zona trabajó en él. Una tarde se armó un revuelo muy grande en el cementerio. Yo me colé, todos andaban tan ocupados que ni me vieron. Ahí, en el pórtico, dejaron a un hombre bajo una sábana blanca. ¡Me quedé tan impresionada! Me acuerdo como si fuera hoy. Era un trabajador del canal y algo le pasó y se murió. Le hicieron la autopsia ahí mismo. Menos mal que no vi cómo se lo hacían.

No comprendí muy bien la razón para realizar, en un lugar así, una autopsia, estando Ponferrada a un paso. Quizá el recuerdo de una niña no era todo lo preciso, ni tenía todos los datos, o que había sido víctima de su memoria creativa. Pensándolo bien, para un muerto no es mal lugar para la inevitable transición, con el amparo de una iglesia tan hermosa y un cementerio tan coqueto, con un bonetero del Japón y olor a rosca de San Jorge horneándose no lejos de allí.

La conversación se alargó. Madalena parecía tener prisa pero estiraba el reloj hablándome de su familia, de un hermano, de quién había sido su abuela, famosa (no doy nombres, que darían pistas). Y hasta de un desagradable suceso el que unos indeseables le habían intentado robar en la acera frente a La Martina.

Retomé la excursión. Los mosquitos fueron benevolentes conmigo, no así el calor, que me aguardaba en la solana de los caminos de bajada. Fui recordando al finado, al propósito de la vida, la futilidad de todo. Recuerda que Morirás, que me susurraría Marco Aurelio. Sea como fuere, los muertos no pasan penurias, ni les pican los mosquitos, y tampoco se deleitan con la rosca de Rimor mojada en leche tibia.

 
 
 

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