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  • Foto del escritorLuis García Prieto

#30 Toral de Merayo a San Esteban.

La línea 2 del bus urbano ponferradino, el SMT, la que nos acerca a Toral de Merayo, nos deja a las puertas sin cerraduras ni trabas de hermosos recorridos. Es bueno recordar que los fines de semana se transmuta en la línea 1, para que nadie se despiste. Si lo deseamos, el Transporte a la Demanda también nos acerca los miércoles y viernes por la módica cantidad de nada, con la debida presentación de la tarjeta o un moderno QR que salga de nuestro móvil.

Es Toral de Merayo la última parada del Oza antes de fundirse con el padre Sil. El agua pasa bajo el puente medieval y sus tres arcos, cargado de personajes míticos, pueblos abandonados y otros en vías de ello, santos que no lo fueron tanto, y con la hojarasca del otoño pasado, se adentrará en su final sin saberlo. Antes, un vistazo rápido a la emblemática plaza del Nogaledo, lugar de reunión y fiesta. Los más mayores tal vez recuerden la terrible tormenta del 12 de agosto de 1964, cuando la plaza se inundó por las piedras, el barro, los árboles, y hasta un colosal castaño que quedó tendido en mitad de la plaza por la fuerza del río de la Valdueza que será nuestro compañero unos kilómetros.

«Para buen vino Los Barrios / Para cantar San Lorenzo / para buen vino Los Barrios / y para niñas bonitas vete a Toral de Merayo / vete a Toral de Merayo / para cantar San Lorenzo / Lo mejor que hay en El Bierzo (...)»

El castro, un imponente cerro, con sus 612 m. de altura, es el mejor mirador sobre el pueblo y sus dominios. Estuvo habitado durante un amplio periodo que va del Hierro II, el Romano Altoimperial y el Tardorromano, un periodo nebuloso donde nadie se atreve a afinar más. Tal vez lo cercaba una muralla pero no se encontraron materiales típicos como tégulas, ímbrices, restos de ladrillos o cerámicas, aunque gentes de Toral de Merayo afirman haberlas encontrado, quizá alguna forme parte ahora de un estante, una pared. El acceso a pie no es difícil aunque hay que salvar 100 metros de desnivel en un corto tramo, nada mejor contra los excesos de la matanza y el delicioso botillo, que no engorda pero ensancha el cuerpo.

La ermita del Nogaledo sirve de mojón para el giro de 90 grados. La calle Pinzalez nos saca rápidamente del núcleo del pueblo. Abajo a la izquierda, chalés colocados junto al Oza, tan pegados a él que en las noches de verano deben de oír el sonido del agua colándose en las habitaciones. Bucólico salvo por los mosquitos y por que se asientan a la misma altura del cauce. Dicen que los ríos tienen memoria, que vuelven al lugar que les pertenece; y que tal vez, un día, vuelvan a adueñarse del terreno que el humano les arrebata. Más adelante veremos cómo se las gasta este Oza nuestro tan querido, salvo cuando se cabrea.

Una imponente tubería se cruza en camino, con tan buena fortuna que nos deja pasar bajo ella holgadamente. Es el Canal de Cornatel que acaba de salir de las entrañas del monte Pajariel para ver la luz del sol. Conecta el embalse de Fuente del Azufre (aguas abajo del pantano de Bárcena) con el embalse de Campañana, llamado también Salto de Cornatel, junto al lago de Carucedo. Como un Guadiana del norte, aparece y desaparece para salvar la difícil orografía. En Ponferrada discurre bajo El Plantío y el Campo de la Cruz para luego hacerse visible como canal. Pero, en cuanto se topa con el Pajariel, muta en descomunal tubería metiéndose en la tierra, a dos pasos de la iglesia de Santa María de Vizbayo, en Otero. Son más de 3 km hasta volver a ver la luz cerca de Toral de Merayo. Siempre me he preguntado cómo sería introducirse en este tubo de cemento y pasar bajo los pinos del Pajariel. Él no lo sabe pero todavía le quedan 11 km antes de desaguar en Campañana el húmedo tesoro del Sil. Su agua se usa únicamente para producir electricidad.

A partir de aquí el chopo se adueña de la visión, absorbiendo todo el agua que puede, creciendo a toda velocidad sin saber que su destino es ser loncheado, contrachapado, para servir en algún mueble barato o en un palé que lleve cualquier bien. Por vez primera vemos el Oza a nuestros pies. No parece gran cosa, un hilo agostado en verano, más bravo en invierno y alegre en los deshielos primaverales. Repito: no se fíen. Oza, Valle del Oza. Valdueza. Es uno de los territorios más singulares de El Bierzo. En sus dominios, pueblos tan emblemáticos como Peñalba, Ozuela o Montes.

De él bebieron Fructuoso, Genadio, el malvado Hapze, Amalio Fernández y, según el sabio de Cacabelos, Aniceto Núñez, la inquieta Egeria y el mismísimo Prisciliano, cuando no podía intuir que sus ideas tan progresistas le separarían la cabeza del cuerpo. Aunque como dijo Heráclito, "el enigmático": una persona no puede bañarse en el mismo río dos veces, puesto que el río y la persona no son los mismos.

Caminamos cuesta arriba, no penosa pero sí constante. Las laderas del Pajariel nos acompañan entre castaños que buscan el refugio del río, prodigio de resistencia ante sus poderosos enemigos, avispa incluida. Pero los castaños estaban aquí antes y seguirán estando. Podríamos decir que vemos la parte trasera de este edificio de roca, tierra y pinos que es el Pajariel, y que como toda parte trasera no parece ofrecer una visión tan agradable, más rala por las pendientes y cierta racanería de la vegetación que remata el Cerro de la Peñona.

Al llegar a la pequeña presa es el momento adecuado para contarles la verdad, la violenta historia del Oza. Es un río tranquilo hasta que la Naturaleza lo usa como un puño de gigante. Se ha llevado en un repentino delirio a pueblos como el de San Juan del Tejo, iglesias y ermitas en San Clemente y Valdefrancos. Y segando vidas humanas en las imprevistas avenidas, como las bien documentadas de 1696, 1698 y 1700. Huertas, lagares y bodegas, con el sustento de los sufridos aldeanos, muchos de los cuales tuvieron que sobrevivir vendiendo leña en Ponferrada, pobres de solemnidad y pobres vergonzosos. Las crónicas nos hablan de que un viernes 18 de junio de 1700 (festividad de Santa Marina) se desató una tempestad muy grande de piedra y agua que los nacidos hayan podido verlo ni oírlo a sus antecesores haya venido otra como ella. Por los daños de las riadas la mayoría de los vecinos sobreviven llevando haces de leña a vender a Ponferrada y de limosnas que andan ostiatin pidiendo, el pedir puerta a puerta de toda la vida.

Por no hablar de la ya citada intensa tormenta de 1964, que acabó de despoblar Santa Lucía y San Adrián, ambos también de la Valdueza. Los estragos de la riada en 2016 obligaron a levantar este dique junto a la pequeña presa que lo regula y apacigua.

Ensimismados por el aire contenido de la naturaleza, nos topamos con el asfalto de la carretera que une Valdecañada con la civilización. Debemos fijarnos en que, a la vera del río, sobreviven unas construcciones. Si pasamos rápido, tras la vegetación, pasan desapercibidas. En el encuentro del arroyo de Valdecañada con el Oza están las ruinas de este barrio de Valdecañada. Hubo cuatro molinos y un batán (una máquina destinada a transformar la lana, una de las principales industrias de entonces). Gil y Carrasco lo recuerda en su diario, visitando las riberas del Rhin, en 1845: “En el barco de vapor me he encontrado con los mismos ingleses que dejé en Godesberg, cosa que no esperaba, y como ya conocidos, hemos subido juntos a Rheinfels, desde donde se goza una vista deliciosa con el gato y el ratón por delante, el río a los pies y a la espalda un valle angosto, pero lindo, con un arroyo en el fondo, que parece vivo retrato del de Agadán en El Bierzo”. El amor de Gil (sin el Carrasco, como Valentín se empeña en acortar) era inconmensurable. Hasta en un lugar tan hermoso, lejano, se acuerda de Agadán, llevado por su amor a la tierra de la que tuvo que partir de un modo algo precipitado. ¿Qué hubiera podido haber llegado a escribir Gil de no fallecer a la indecorosa edad de 30 años? ¿Podría haber llegado a ser el mejor novelista de su generación? ¿Hubiera llegado a ser tan reconocido como Víctor Hugo, Dickens o Flaubert? Ni la bruja de Agadán podría responder a esa pregunta. Por que sí, por estos dominios anduvo una bruja enamorada. Dice una leyenda (recogida por Jovino Andina) que hasta el Campo de las Danzas volaban periódicamente todas las brujas del contorno para bailar, en presencia de un macho cabrío. Excepto una: la bruja de los molinos de Agadán, que se había prendado de un joven galán. Al no poder enamorarlo, le imploró ayuda a la Virgen de la Encina. En agradecimiento, tras obtener su amor, acabó colgando la escoba. Los pactos hay que cumplirlos.

A la derecha del camino, en un meandro del río Oza, se levantaba la ermita de Santo Tirso y San Blas, de la que hoy solo quedan un amontonamiento de piedras. Al otro lado, el Prado de los Frailes, donde los monjes de Santullano conseguían la hierba para sus caballerías.

A partir de este punto la ascensión aumenta. El cerro Encinedo recuerda mejores tiempos, cuando las encinas dominaban sus laderas y el pino no era tan promiscuo. Parece que el mítico árbol tan nombrado en El Bierzo vuelve a brotar en sus laderas, en los arrabales del Pajariel.

Quizá haya sorprendido al caminante la cantidad de atractivos que se acumulan en tan pocos kilómetros, en un amplio camino que esperemos que no acaben asfaltando, pues perdería parte de su encanto. Pasamos al siguiente en un suspiro: el puente de San Lázaro, de probable origen romano, aunque se abuse un tanto de esta denominación. Apenas se vislumbran los pretiles y, debido a la vegetación, parece camuflarse del ojo humano. Ninguna avenida del Oza ni tormenta han podido con él en cientos de años. Un poco más arriba vierte sus aguas el arroyo de Villanueva, uno de los más hermosos pero vergonzosamente sucio en su tramo final. En este frondoso paraje se levantaba un hospital para leprosos. La lepra era una enfermedad incurable y vergonzosa. En España, en 1909, todavía se les recluía, agrupándolos en leproserías. Y, pegada al puente, se encontraba la ermita de San Lázaro, que estuvo en pie hasta 1830. Llegó a contar con un ermitaño al que se le pedía que la mantuviera limpia y atendiera a aquellos que fueran a orar y decir misas.

Pasado un imponente castaño, se nos aparece el cementerio de San Esteban, alejado un buen trecho del pueblo. Tras él hubo antes la ermita de la Vera Cruz o del Santo Cristo y se cree que un incendio acabó arruinándola. El agua y el fuego siempre hacen de las suyas, en sus personalidades contrapuestas.

En el soleado San Esteban ya se respira paz de la Tebaida Berciana. Llegó a contar con ayuntamiento propio hasta 1974, cuando toda la Valdueza pasó a integrarse en Ponferrada: los primeros coletazos de la despoblación, que es un problema tan recurrente como las sequías y los malos gobernantes.

Tras el molino del Nogaledo (un espejismo abatido por la desidia) hacemos un alto en la casa de José Merayo, que fue levantada, a principios del siglo XX, por José Merayo González. Era un ultramarinos, donde también se servían vinos, cervezas y licores. Hoy, restaurado con mimo, aloja al Hotel Rural Valle Del Silencio. Da gusto ver edificios así, engalanando pueblos que lo merecen.

Nos encaminamos a la calle Real de San Esteban. A modo de portero, un castaño de Indias. Su nombre engaña: es un falso castaño aunque sus frutos sean similares a los de los míticos árboles bercianos. No hay que comer sus castañas: son tóxicas. Su valor ornamental es muy apreciado para jardines, como en la calle Nicolás de Brujas de Ponferrada, una ancha calle con castaños de indias que dan buena sombra en los veranos.

En la calle Real encontramos casonas, algunas blasonadas, como en Los Barrios de Salas. La primera, la casa de los Perejones, de 1748, que suele lucir un cartel de Se Vende. ¿Y qué no se vende últimamente en nuestro querida comarca? Deberíamos ser más reivindicativos y poner: No Se Vende. Así, con dos blasones...

Al poco, con la frontera de la Travesía Oscura (dan ganas de titular una novela), la casona de Los Fierro. Es este un recio y notable edificio de probablemente el siglo XVIII. Dispone de portada de arco de medio punto con grandes dovelas, sin impostas. Un balcón con balaustrada de hierro forjado. Y un alero de madera guardando la fachada de piedra. Lo más notable es su escudo, en muy buen estado de conservación, con la cartela de rollos o volutas bien labradas, y un yelmo con sus cuatro plumas intactas.

En verano de 2022 tuve la oportunidad de entrar en la iglesia de San Esteban, gracias al irregular programa de Apertura de Monumentos de la Junta de Castilla y L. Digo irregular pues algunas, pese a la información del folleto, seguían cerradas a cal y canto. Enclavada en mitad de la calle Real, la iglesia parroquial es de una sola nave, con muros de mampostería y contrafuertes emergentes. Tiene un retablo mayor con columnas salomónicas con vides, algo muy propio. Quedé muy sorprendido por la calidad de lo que allí guardan. Pude sacar fotos a la imagen gótica de la Virgen de Folibar, la que permaneció en la ermita a las afueras del pueblo (ver la ruta 2 RCBP Ermita Folibar, ya disponible en la web) que tuvo fama de imagen milagrera. En 1600, el corregidor de la villa de Ponferrada, el licenciado Don Rodrigo de Bera, ordenó levantar acta de tres milagros atribuidos a la venerada imagen ¡tres milagros para una virgen de mejillas sonrosadas y largo cuello! No nos vendrían mal ahora unos cuantos de esos milagros. Sobre la entrada, una placa dedicada a Isidro Seco y Pedro Puente. Ya no es muy habitual ver estos reductos franquistas, tras la aplicación de la Ley de Memoria Histórica.

Antes de abandonar San Esteban, la casona de los Valcarce nos sale al paso, en una plaza donde podemos sentarnos a descansar antes de acometer la subida final. La familia Valcarce tiene un origen con una leyenda curiosa, donde 5 estacas tienen mucho que ver. Dentro del Instituto Gil y Carrasco de Ponferrada, hay un escudo de la familia Valcarce que se puede contemplar y hasta tocar, si nos ven. Los Valcarce son vecinos de San Esteban desde el siglo XIV. Provienen del castillo de Sarracín y de Balboa, en el valle de Valcarce. Poseyeron el castillo de Corullón. Ocuparon cargos honoríficos en Ponferrada, capital de la entonces provincia. La casa perteneció a don Diego de Valcarce, que contrajo nupcias con doña Margarita Flórez, natural de Molinaseca. Posee una torre lateral en la que se abren la gran portada con arco de medio punto de poderosas dovelas (elementos que conforman un arco) de piedra, un balcón en el primer piso y dos ventanas en el segundo; y el escudo. Es conocida con el nombre de Casona de los Ron.

Por la calle del Arroyo, accedemos al Camino Nuevo, que conduce al alto de San Esteban. El cerro Encinedo, que vimos a la vera del Oza, es ahora nuestro referente, culminado con una boina de pinos y el viñedo que un día será deleite en la boca y en ánimo. La visión de los Aquilianos como siempre magnífica: hasta tapada por las nubes o la niebla es evocadora. Un pequeño barranco, el de Juan Prieto, que bien conoce el historiador Cubero (hagamos una pequeña genuflexión), con una historia de vacas asesinas: «Y en esto, vi cómo la vaca de Juan Prieto hincó los cuernos en las costillas de Lozana, la vaca de Macía y la echó del camino abajo hasta un arroyo. Y sé, que si no fueran las dos vacas de Juan Prieto y Asensia Estébanez, la vaca de Macía no se despeñaba por ser el camino suficiente y venir la vaca mansa y segura”. » Cómo se las gastaban las vacas de entonces.

Por fin llegamos al Alto de San Esteban, que parece más pero que es menos, pero como todo es relativo, será el cuerpo el que diga si la subida ha sido dura o mansa, como la vaca de Macía. Apenas atravesamos la carretera, hay un ensanche sin importancia, en el paraje de la Fonsona. En este lugar reposan los restos de Cecilio de Voces Prada, vecino de Villanueva de Valdueza. Según la información oral recopilada por ARMH en 2011, Cecilio había sufrido un intento de asesinato el día 15 de octubre de 1936, de la que conseguiría salir con vida. Sin embargo, al enterarse, sus verdugos volvieron a la carga, consiguiendo asesinarle a balazos en la noche del 16 de octubre en este punto. En el 2012, la ARMH, por mediación de sus familiares, trataron de localizar sus restos, sin embargo, la negativa del propietario de la finca, impediría llevar a cabo dicha búsqueda. Cecilio sigue reposando en el lugar elegido por sus asesinos 86 años después. Alguien ha dicho no sé qué de el que olvida su historia la repite. El hombre (que me perdonen las mujeres pero los hombres os ganamos en crueldad) tiene memoria pero solo recuerda lo que quiere. (Para el que quiere saber más, hay un mapa interactivo con los 51 puntos del municipio de Ponferrada de la represión franquista: https://www.google.com/maps/d/viewer?mid=17z6vhkKIo-pvOL1JmNNLpJ8-D1zJ9H-e&ll=42.56447482598334%2C-6.584709762908473&z=11). La historia surge a cada paso, guste más a unos o guste menos a otros.

Para despejarnos de esta historia triste, lo mejor es la alegría que da descender entre viñedos y suaves lomas, con el arroyo de la Franca a la derecha, escondido sí, que yo he visto en muchas ocasiones bajar con su exiguo caudal, rumbo al río Boeza. Y para un poco más de alegría cantar eso que dice:

«Para buen vino Los Barrios / Para cantar San Lorenzo / para buen vino Los Barrios / y para niñas bonitas vete a Toral de Merayo / vete a Toral de Merayo / para cantar San Lorenzo / Lo mejor que hay en El Bierzo (...)»

En San Lorenzo del Bierzo (es necesario el apellido, que hay muchos San Lorenzo en esta España poliédrica), la parada del SMT. Si llegamos con antelación, no podemos dejar de dar un buen vistazo a la Casa de los Flórez, un buen ejemplo de arquitectura civil del siglo XX. Pocos edificios en El Bierzo pueden presumir de tener tres escudos como esta casa en un estado inmejorable. El que da a la calle Lombano, emplazado a baja altura, con su notable factura, es un compendio de heráldica en piedra. Perteneció a Apolinar Flórez Deza. Ostentaba el título de Caballero Cubierto ante el Rey, una distinción instaurada por Carlos I y que permite hablar con el Rey de pie y cubierto; además reciben el tratamiento de primo por parte del Rey. No sé si hoy todos somos un poco primos del monarca como el señor Apolinar, o nos lo hacemos a la fuerza. Y los dos que hay en la fachada que mira a la carretera de Sanabria. Pero ahí habrá que aguzar la vista o apurar el zoom del móvil.


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