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#108 / ISIDRO

  • Foto del escritor: Luis García Prieto
    Luis García Prieto
  • 20 oct
  • 5 Min. de lectura

—A mí las chicas me gustan más jóvenes, pero no demasiado.

Cuando alguien de 86 años llama chicas a señoras que podrían ser bisabuelas uno entiende que la edad es solo un número y el calendario un montón de hojas inútiles. 

Habíamos salido a dar un paseo, emulando a los caminantes del Camino de Invierno, que tras subir más que bajar, y salir del sombrío Callejón —una trinchera dicen que de mano de obra romana—, se topan con los arrabales de Toral de Merayo, de chalés y fincas donde nunca se pasa hambre. Sin saber que lo mejor de ciertas caminatas no es ya el paisaje, sino el paisanaje.

Aún quedaba uva en las viñas ese primer domingo tras la Encina, que hace pared con el invierno, como asevera el dicho. No recogidas quién sabe si por pereza o abundancia, razones que solo saben viticultores y sus colegas los vinicultores. Septiembre es un mes gozoso y glotón. Ya empezaba a haber mucha nuez, y almendras, y el erizo de la castaña ofrecía un tamaño considerable, aunque es pura adivinación el saber cómo estará por dentro, que la sequía de esos julio y agosto había sido muy grande.

En la avenida La Princhana —una planicie surcada por acequias, donde se da todo lo que sale de la tierra—, se nos abalanzó un melocotonero como rogando que aligeráramos su peso. Un hombre nos miraba desde una distancia de 30 pasos. No es bueno robar el fruto ajeno, y el hambre tampoco apretaba, así que hicimos como si no nos interesara. El hombre seguía dirigiendo su mirada hacia nosotros. Y hacía allí debíamos dirigirnos, así que armados de valor contra la regañina, encaminamos nuestro paseo.

—¿Queréis de esto? Coged, hombre, no seáis tontos, que están recién caídos y bien dulces. Que ahí van a quedar.

Un cierto alivio nos invadió, que nadie quiere pasar por robaperas sin serlo.

—¿Pensabais que os iba a echar la bronca por andar por aquí? Qué va, si esto es de todos. Bueno, de todos no… es mío, pero quiero decir que lo bueno hay que compartirlo, ¿no?

Isidro R. N. era un señor entrado en años. Hablaba con la cabeza ladeada, y las manos a la espalda, como desinteresado. Pantalones vaqueros que no habían conocido lavadora en semanas, y una camisa a cuadros a la que el color oscuro ayudaba a camuflar un lamparón aquí y otro allá. Parecía animado de poder hablar con alguien en aquella mañana de domingo, antes de comer, como quien toma un aperitivo.

—Aquí tengo de todo: perales, manzanos, melocotoneros, avellanos… Mira, pruébame esta manzana, verás qué rica. Y eso que este año no llovió bien. Pero bueno, no me quejo. Tengo esta finca y unas cuantas más. Coged lo que queráis. Avellanas no puedo daros, que las avellanas las vendo.

Fue enumerando el patrimonio de terrenos. Aseguró tener muchas fincas por Toral de Merayo y por Flores del Sil. A buen seguro, por La Princhana no le faltaría metros para cultivar, que hay mucho a poulo.

—Mi madre, que en paz descanse, era de las que no paraban. Tuvo ganado, fincas, trabajó como una burra, y con eso fue comprando más ganado, más tierras, pisos… de todo. Y yo, pues, heredé. Cosas de ser hijo único.

Lo decía sin pasión, como lo normal en un pequeño terrateniente al que las lindes quizá alguna vez no dejarían dormir. Quien más tiene más preocupación le acucia por mantenerlo.

—Ahora me veis así, en vaqueros y con esta camisa, pero los fines de semana… ¡ay, los fines de semana! Me pongo mis camisas Burberry, bien planchadas, y mis Elvis. Me gusta ir elegante al baile. Quedo con una amiga. Sí, una amiga especial… Ya no estoy para trotes, pero aún hay que moverse.

Elvis, por un birlibirloque del lenguaje, eran los Levi’s. A buen seguro el inglés no era un idioma que le hubiera sido crucial a Isidro para moverse por su mundo.

Tengo una novia de ochenta años, muy maja, con la que medio convivo aquí en mi casa. Me voy con ella a comer, y luego al baile, que allí hay muchas chicas jóvenes y unos tejemanejes que no os podéis ni imaginar. Una mujer maja maja, muy cabal y seria. Y os digo una cosa, que aunque ella viera dinero tirado en el suelo de mi casa no lo recogía, no se lo lleva. Y eso es cosa rara.

Isidro parecía un poco obsesionado con el dinero. Quizá era lo más interesante, tras las mujeres, que le había pasado en la vida. Pero no debemos juzgar a las personas en un encuentro fugaz, y en la etapa final de la biografía, cuando el carácter suele desviarse.

—¿Qué cuántos años tengo? Ochenta y seis. Pero no los aparento, ¿eh? Eso es por no haberme casado, que las mujeres dan mucha guerra. Aunque también he tenido lo mío, no te vayas a pensar.

Tenía unos ojos azules que el tiempo no había empañado. No preguntamos, pero si tenía hijos no se acordó de ellos en ningún momento.  

—A mí me gusta la comida de verdad, la de toda la vida. Los sitios donde te ponen el plato lleno, no esos modernos de ahora que te cobran veinte euros por una rodajita de merluza y una flor encima. ¡Eso no es comer! Mirad, aquí en Toral hay un sitio que si no lo conocéis ya podéis ir un día, antes del cruce de Rimor. Y en Ponferrada suelo ir a uno por donde la plaza de abastos, que no me acuerdo del nombre ahora, donde por veinte euros sales farto...

No tuvimos más remedio que darle la razón, aunque la abundancia se pueda confundir con mediocridad.

—Eso sí, nunca saqué el carnet. No me hizo falta. Tengo un amigo que me lleva a los sitios. Él conduce, yo le invito a comer, y así todos contentos.

Las manos a la espalda parecían su gesto habitual. Dicen los entendidos que esto se vincula a emociones como seguridad, confianza y liderazgo, que eso deja expuestas zonas vulnerables como el estómago y el pecho. Habría sido muy fácil atracarle y llevarnos las almendras que no regalaba.

—Pasa todos los días por aquí un primo carnal, me ve sentado en ese banco de madera, y es que ni me saluda, ni gira la cabeza, como si fuera un poste. No sé qué le he hecho.  

Quién sabe si ese familiar —cargado de razones que no era menester preguntar— recibiría la carta de un notario diciéndole que ese primo le había dejado, sin él esperarlo, una sustanciosa cantidad de dinero. O una buena finca en La Princhana. Que el que no tiene hijos, tienes sobrinos y, en última instancia, primos, que a su vez tienen hijos. Heredar de alguien con el que no te tratas, tiene algo de perverso placer.

Isidro hablaba y hablaba en su monólogo de vida y obra; y si nos hubiéramos dejado aún estaríamos allí. Podría habernos invitado a comer en ese sitio de Toral, pero por dos platos, vino y postre tal vez nos hubiera cansado con su relato. Parecía disfrutar de tener compañía y de poder contarle a alguien su vida. Tuvimos que marchar casi bruscamente, ya que tenía esa habilidad de encadenar una frase con otra, sin apenas tiempos muertos en los que escabullirse con elegancia.

—Llevad fruta, hombre. Llenad la mochila. Así os acordáis de mí cuando lleguéis a casa. Y otro día, si pasáis por aquí, ya sabéis dónde encontrarme. Siempre ando por aquí, bajo este árbol. El mejor sitio del mundo.

 
 
 

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