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#103 CUI PRODEST?

  • Foto del escritor: Luis García Prieto
    Luis García Prieto
  • hace 3 días
  • 5 Min. de lectura

Ha habido —en este terrorífico agosto de 2025— un invitado a esta fiesta desenfrenada de fuego y humo, un elefante en la cacharrería al que casi nadie quiere mirar ni de reojo. Sabemos que está pero nos cuesta afirmar con rotundidad que tenemos un problema con nosotros mismos.

El latinajo del título no quiere resultar pretencioso: Cui Prodest? ¿A quién beneficia?

Nos dicen, una y otra vez, que el Cambio Climático es el culpable. Esa va a ser la narrativa por parte de un sector del poder, con la fuerza de la gota malaya, hasta que se nos haga un agujero en las meninges y se deposite, al igual que la ceniza, en la terraza de nuestro subconsciente. No sé qué más vamos a hacer por combatirlo. Europa supone el 9 % de la población mundial, y entre el 7 y el 10 % de emisiones del total mundial. A buen seguro nos quedan muchos aspectos a mejorar pero, ¿Qué les decimos al resto del mundo, que paren las máquinas, que no se desarrollen, que se empobrezcan? ¿Alguien va a dejar de comprar compulsivamente objetos que no necesita, llegados de países que muchos no sabemos ni señalar en un mapa? ¿Habrá algún político que va a cerrar aeropuertos inútiles? ¿Acudir en masa a vivir en el medio rural? Me temo que no, son palabras huecas que resuenan más que las campanas de la iglesia de San Miguel de Valdefrancos.

La Peste Negra del siglo XIV se propagó en Italia a través de ratas que transportaban pulgas infectadas, causando una devastación sin precedentes. Hoy, los incendios forestales siguen una lógica parecida: el Cambio Climático es solo el contexto, pero el verdadero motor son los vectores humanos —negligencias, venganzas o intereses económicos— que actúan como las ratas medievales, desatando tragedias rápidas e imparables. Aunque bien pensado sin ratas no hubiera habido Renacimiento. El obstinado taoísmo que nos rodea.


CIFRAS QUE QUEMAN

En España, la inmensa mayoría de los incendios forestales tienen origen humano, aunque las cifras varían según la fuente. WWF asegura que hasta el 80 % son intencionados, mientras que la Fiscalía General del Estado rebaja ese dato al 25–30 %. Un análisis equilibrado sitúa la realidad en un punto medio: cerca de la mitad de los fuegos son provocados de forma deliberada, un 25–30 % obedecen a negligencias en el campo o descuidos cotidianos, y entre un 15 y un 20 % quedan sin esclarecer. Los rayos u otras causas naturales apenas explican un 2–5 % (rayos, como el que originó el incendio que comenzó en lo alto de la Guiana en 2022, y que calcinó unas 1.400 hectáreas). Es una radiografía contundente: el fuego no es azar, es casi siempre decisión o descuido.

Y sí, las temperaturas extremas y la sequía convierten el monte en un polvorín. Y el abandono, el desinterés, y el me marcho del pueblo porque me quitáis el tren, el hospital, los recursos, el aire mismo. Pero el fuego no prende solo, a no ser que tenga componentes bíblicos. Carece de voluntad propia, no salta hasta la otra ladera en un abrir y cerrar de ojos. Nos vemos obligados a quitarnos la venda y ver que el 90 % de los incendios en España proviene de la mano humana. Y esa es la verdad que más cuesta mirar de frente: son personas las que encienden la mecha, desatan el monstruo cada verano, les brillan los ojos maliciosamente con los reflejos del fuego.


EL BIERZO

Aquí, en nuestra tierra berciana, cada verano se repite la misma escena: ruidos de helicópteros, sirenas, columnas de humo, hidroaviones con sus panzas repletas de agua sobrevolando los valles. Pero detrás de cada chispa hay una motivación. Están los pirómanos que disfrutan viendo arder lo ajeno; los inconscientes que lanzan una colilla sin pensar; o los que encienden una quema agrícola y la dejan escapar como quien suelta un animal rabioso. Y están también los que prenden por interés: quienes creen que del fuego se puede sacar un beneficio económico, o político.

En estos días he escuchado rumores que corren como el viento: que si algunos incendios se provocan para abrir camino a proyectos eólicos o fotovoltaicos, que si detrás hay redes que buscan contratos de extinción, que el litro de combustible de un hidroavión está por las nubes. El pueblo habla, piensa, sospecha, tenemos el cadáver pero queremos descubrir el arma del crimen y la mano que lo empuña.

Es difícil comprobarlo todo, pero lo que es innegable es que siempre hay un rostro humano tras las llamas, alguien que decidió encender el monte. No es el azar, no es un rayo caído del cielo: es la voluntad de destruir. Para crear. Para ganar dinero. ¿Habrá un tipo ahora fumando un puro, sentado en su despacho con grandes ventanales de una mansión de Charlottenlund, acariciando un gatito, reconfortado por la venganza, o por las opciones de negocio que se le abren? Parece una película mala, pero como sabemos la ficción siempre va a la zaga de la realidad.

Lo más doloroso es la sensación de impotencia. Ver a los bomberos forestales jugándose la vida mientras alguien, en cualquier otra lugar, vuelve a prender fuego. Escuchar a los vecinos desalojados, temblando por perder lo poco que tienen. Reconocer en el humo el olor, y hasta el color, de monte bajo, de pinares, de castaños, de ese paisaje que forma parte de nuestra identidad. Porque no hablamos solo de árboles: hablamos de memoria, de cultura, de raíces que se nos queman delante de los ojos.

El Bierzo es tierra de resistencia, lo ha sido siempre. Pero también es tierra castigada por las llamas. Todavía recuerdo el incendio que estuvo a punto de rasurar la Tebaida Berciana en abril de 2017. Afectó unas 1.118 hectáreas, dentro de la Red Natura 2000 y los bienes culturales de la Tebaida Berciana. En 2020, un ganadero de Bouzas fue imputado como presunto responsable por, presuntamente, iniciar el incendio para regenerar pastos, pero la causa fue archivada al no poder confirmarse su autoría, dado que los indicios eran débiles.


CAMBIO CLIMÁTICO

Si dejamos que la narrativa oficial convierta al Cambio Climático en un ente autónomo, un chivo expiatorio, corremos el riesgo de olvidar lo esencial: que son seres humanos quienes encienden la cerilla. Y si son humanos quienes lo hacen, también somos humanos quienes podemos impedirlo. Con educación, con vigilancia, con responsabilidad compartida, con puño de hierro en guante de seda.

Me gustaría pensar que este verano va a suponer un punto de inflexión, un seacabó, no os vamos a dejar que nos jodáis más la vida. Ojalá miremos el monte no como un terreno baldío, sino como un bien común que merece cuidado. Y ojalá, algún día, volvamos a despertar en la comarca, y en todo lo que nos rodea, con el aire limpio, sin el temor de que una manta espesa de humo vuelva a arroparnos como en la pesadilla de la que no nos dejan despertar. Si algo tengo claro es que este fuego, nuestro fuego, el de todos, no lo provoca un aire caliente y espeso de una tarde de verano: lo provoca la mano humana.

Imaginemos que la proporción se invirtiera, que pudiéramos eliminar (demasiado optimista, lo sé) ese factor. Si este agosto fatídico/terrible/irrecuperable no hubiera habido esa proporción desaforada de maldad, otro gallo nos cantaría, ahora que el humo los retiene en el corral, esperando un mejor amanecer.

Lo peor que puede ocurrir es el olvido. Que caigamos en el juego de los trileros políticos, que archivemos esta tragedia en el cajón de los desastres asumidos. Por eso resulta más necesaria que nunca la pregunta que Plinio el Viejo nos susurraría al oído desde las cenizas de Las Médulas: Cui Prodest? Porque mientras no identifiquemos quién se beneficia, el fuego seguirá consumiéndonos.


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