#102 ÁLVARO: MORIR DE NO AMAR
- Luis García Prieto
- 11 ago
- 6 Min. de lectura
Para quien no haya leído El Señor de Bembibre, le adelantamos una mala noticia. El protagonista —como en los buenos relatos— muere al final. Álvaro Yáñez da su último aliento en la ermita que culmina la Guiana, la montaña con más significados telúricos y heterodoxos de la comarca de El Bierzo. En el cartel que ilustra este texto, vemos a un tipo demacrado, ojeroso, ligero de carnes, en una estampa que no se corresponde con la de un joven Álvaro que Gil y Carrasco describe:
“Don Álvaro era alto, gallardo y vigoroso, de un moreno claro, ojos y cabello castaños, de fisonomía abierta y noble, y sus facciones de una regularidad admirable. Tenía la mirada penetrante, y en sus modales se notaba gran despejo y dignidad al mismo tiempo (...) En una palabra, era uno de aquellos hombres que en todo descubren las altas prendas que los adornan, y que involuntariamente cautivan la atención y simpatía de quien los mira.”
ÁLVARO YÁÑEZ: EL SUICIDIO DEL ÚLTIMO TEMPLARIO
Y no es un final luminoso como en El Quijote, que recupera la cordura para alivio de los que le quieren, y recibe los últimos sacramentos y muere en paz, rodeado de sus seres queridos; o una muerte gloriosa en la batalla que apuntala una victoria y abre un camino al pueblo. No: es una muerte escondida, casi vergonzosa. Un suicidio. El único aspecto que puede glorificar en algo un tabú en el cristianismo —su abandono en una inhóspita cumbre con ermita podríamos entenderlo como un suicidio— es que opta por acercarse al cielo desde lo alto de una montaña con una fuerte carga de mitos y leyendas, para acabar pereciendo.
Gil, conocedor de la poderosa personalidad de la Guiana, a la que podía ver diariamente durante su largo periodo en Ponferrada, no podía elegir mejor lugar como culmen de una biografía atormentada. Que puede ser la suya, la de su personaje.
Y es que Enrique Gil y Carrasco —ese dandy de provincias que hizo carrera en el germen de lo que sería la Europa de hoy— escribió El Señor de Bembibre no como novela histórica, sino como un testamento encriptado. Álvaro Yáñez, su protagonista, no muere. Se borra. Se entrega a una muerte lenta, premeditada, sin dramas: elige la celda, la oración, el silencio. Elige dejar de vivir. Y lo avisa con la trémula voz de unas campanas.
Y eso, en un héroe romántico, no es virtud: es rendición.
EL CUERPO COMO CONFESIÓN
Al final de la novela, Álvaro no es más que un espectro. Ha dejado atrás el lustre de sus ropajes, el brillo de su espada, el fuego de su mirada. Ya no lucha, no desea, no habita el mundo. Tiene 32 años, y parece mucho mayor. Se arrastra por los pasillos del monasterio de San Pedro de Montes como un penitente sin pecado, como un santo sin fe. Su deterioro físico no es producto de la edad, sino del castigo en batallas. Se ha impuesto una penitencia sin culpa, un ayuno erótico.
Ese cuerpo vencido —pálido, flaco, de mirada vidriosa— es la metáfora última del conflicto no resuelto: el del deseo que no se puede nombrar. El Templario no se mata con una espada, sino con años de represión. Su alma se muere porque su carne está muerta desde que decidió no desear.
BEATRIZ NO ERA SU AMOR. ERA ÉL MISMO.
La relación amorosa entre Álvaro y Beatriz es pura coreografía. Ni ella lo ama, ni él a ella. Se desean como símbolos, como reflejos de lo que deberían sentir, no de lo que sienten. Se juran fidelidad, pero no se tocan. No se besan. No arden. Es un amor sin cuerpo, como escrito por alguien que jamás conoció el amor carnal. Y no por inocencia, sino por miedo.
La gran herejía de esta lectura es que El Señor de Bembibre no es una novela heterosexual, siguiendo el canon de la época. Es un espejo velado. Beatriz y Álvaro son la misma figura dividida: dos mitades de un yo escindido, creado por un autor que no podía permitirse amar a otro hombre en voz alta, como a su querido amigo Baylina. Gil proyecta su deseo reprimido en una doncella imposible. El amante que no pudo tener, lo convierte en virgen. Como Madame Bovary, esa mujer inventada por Flaubert que, sin rubor, confesó ser él mismo.
¿POR QUÉ NO HUYERON JUNTOS?
Un romántico de verdad —el peligroso, el corajudo— hubiera huido con su prometida a Italia, a África, a cualquier tierra donde nadie señalara a un antiguo templario. Pero Álvaro no huye. Se queda. Se encierra. Se anula. Podría haber cogido a Beatriz y marcharse en pos de un futuro. Podría haberla desposado antes, no en el lecho de muerte. Podría haberla poseído como hombre hace con una mujer. Mas no lo hace. Porque no la ama. Porque el deseo está en otra parte, y no puede nombrarlo. Es Gil el que confiesa.
EL TRECE
No queda claro en la novela si muere el 12 ó el 13 de agosto.
“Por fin la noche antes de los idus de agosto, víspera de la función de la Virgen de la Aguiana, se oyó tocar a deshora la campana del ermitaño con gran prisa, como pidiendo socorro. Alborotóse con esto no sólo la comunidad, sino el pueblo entero, y subieron a la ermita, pero por prisa que se dieron, cuando llegaron ya le encontraron muerto.”
Nadie lo contempla en su estertor, ni puede ser notario fiel de su deceso. Elegiríamos el 13, más simbólico, literario, un número funesto en la numerología Templaria. No obstante, y haciendo gala de honradez, nos decantamos por el 12, la noche antes del idus de agosto en el antiguo calendario romano, según el texto de Gil. Y no creyendo en la casualidad, señalamos que Álvaro fallece 13 años después del abrupto desmantelamiento de los Templarios, en un giro cabalístico (la cábala judía recuerda a los 13 espíritus malignos), un guiño del autor.
DOS MUERTES, UNA MISMA RENUNCIA
Aquí viene el vértice, el guiño del destino: Álvaro muere en la novela a los 32 años. Enrique Gil a los 30. En ambos casos, la muerte llega lejos del hogar, lejos del amor, lejos del cuerpo. Gil muere en Berlín, diplomático en tierra extraña, solo, enfermo, quebrado por dentro, recordando a Agadán, o que descansa a la orilla de Sil contemplando el castillo ponferradino junto a Baylina.
La humilde habitación de Berlín donde Gil muere es idéntica, en su frío esencial, a la ermita solitaria donde expira su personaje. Aunque el verano aún concediera tregua, a 1.846 metros de altura la Guiana solo conoce dos estaciones: la soportable y la insoportable. Álvaro no es enterrado en Bembibre, ni en el panteón de su linaje, sino entre los monjes de San Pedro de Montes, al final de una vida errante. Podría haber pedido ser llevado a la capilla de la quinta, a orillas del lago de Carucedo, movido por el deseo de reposar cerca de la tumba de su esposa, doña Beatriz. Distancia. Siempre la distancia.
¿PREMONICIÓN HECHA LITERATURA?
Porque El Señor de Bembibre no es solo una obra de ficción, sino un oráculo disfrazado. Gil escribió su final antes de vivirlo. Álvaro es su doble, su álter ego literario, su cuerpo sublimado. Ambos renuncian. Ambos se desvanecen antes de tiempo. Ambos mueren sin haber amado en plenitud.
Y quizás por eso la novela duele tanto. Porque en sus páginas no hay una tragedia romántica, sino una confesión: la de un hombre que se negó a sí mismo. Es momento ahora recordar a Ivanhoe, la famosa novela de Walter Scott. El autor escocés deja una grieta para la felicidad, es más misericordioso con su protagonista, que finaliza su vida felizmente junto Lady Rowena. En cambio, Gil levanta un muro de piedra, silencio y muerte.
El Señor de Bembibre no es una novela romántica fallida por su final amargo, sino una obra maestra del subtexto. Gil y Carrasco logró lo que ningún escritor de su época se atrevió: escribir una novela de amor que solo se entiende desde el carácter homosexual de su protagonista, en pleno siglo XIX español, cifrándola en códigos que solo hoy podemos descifrar completamente.
Álvaro Yáñez no muere por amor a Beatriz. Muere por el amor que no pudo nombrar, que no pudo vivir, que solo pudo sublimar en su literatura. Y en esa sublimación reside la verdadera grandeza de la obra: haber convertido el silencio en elocuencia y la represión en arte imperecedero. La tragedia no está en las páginas de la novela. Está en que su autor tuvo que morirse a los treinta años para que pudiéramos leer, dos siglos después, la confesión que nunca pudo hacer en vida.
Gil no escribió para amar. Escribió para sobrevivir a no haber amado.

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