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Foto del escritorLuis García Prieto

AVV: Recunco

-¡Hoooola! ¡Hoooola!

La Dehesa es una manta con hilatura de sarmientos, bajo la modesta cumbre del Torullón que la separa del valle de Rimor. La tierra de La Dehesa se deja querer por la viña, cepas en vaso, como siempre fue. Una figura me saludaba desde la lejanía, de pie en la linde entre Villalibre de la Jurisdicción y Toral de Merayo, un límite tan frágil como el aire de esa tarde de finales de septiembre envalentonada de calor. Al acercarme pude ver que el que reclamaba mi atención era un hombre, no sé si bravo o loco, que trabajaba en la viña sin camiseta, sin gorra, al albur de los rayos ultravioleta. El sol de la tarde arañaba la cara, con esa sensación de llevar encima a un tigre gordo que se divierte contigo afilando sus uñas en la piel desnuda. Así que podía imaginar lo que estaría haciendo en la espalda de ese hombre.

Nunca había subido por aquel camino carretal de canto rodado, empinado hasta hacer perder el resuello. Un chalé blanco, moderno en sus formas (algo bauhaus que alguien con buen tino había puesto en la ladera), regalaba una conveniente sombra.

Saludé, alzando la mano. Pensé que, de alguna manera, me advertía de que no cogiera ningún racimo de los miles que aguardaban ser llevados, que robar es delito, que aunque esté al alcance de la mano no te pertenece, que ya llegaría el rebusco. En Villalibre de la Jurisdicción me había encontrado un espléndido pimiento verde en el suelo. Tan reluciente que parecía de mentira. Ver un pimiento de esa talla sobre el asfalto da que pensar. Y lo cogí. Barrunté que a alguien viniendo de la huerta se le había caído. Unos tipos con cacha, junto a la fuente de Barrio Falcón, me vieron con él en la mano, y debieron de pensar que lo había robado. Venía de bajar del soto de Rimor. Poco a poco desaparecen los castaños y se abren fincas junto al regato que fluye desde La Golea, con una cantidad increíble de pera caruja, pera conferencia y manzana reineta que están en los árboles y no tienen ninguna pinta de que alguien vaya a recoger nada. ¡Cuánta riqueza, cuánta abundancia echada a perder! Y los pimientos sobre el asfalto.

Al llegar a la viña, un poste de madera al estilo de Prada (A Tope, huelga decirlo), ponía nombre al vino que será. Valle de Recunco. Me encantan estas señales que establecen un vínculo mayor en los que bebemos vino (del Bierzo a ser posible) con el terruño del que todo sale, la viña que desvela con la mirada al cielo y el sudor de tardes como aquella. El hombre se acercó hasta donde yo esperaba.

-Pensé que eras Mariano, que estabas trabajando las viñas de abajo.

La lejanía no le hacía ver que un tipo con mochila, bastón, calada la gorra y pantalón oscuro no tenía mucha pinta de ser compañero de faenas.

-Mira, yo me bebo un litro de vino al día, del mío, que me hago un cubeto en una nave que tengo. La última analítica me ha dado que perfecto, todo bien. Que me quiten el agua pero que no me quiten el vino. Lo quemo todo trabajando. Yo con 14 años ya dejé los estudios y empecé a arar, a las fincas, con los animales, para aquí, para allá. Y así seguiré. Mira ahora tengo que ir a segar otra finca, que tengo luz suficiente.

José era un vinicultor, y un viticultor, que no son lo mismo pero pueden serlo, que lo uno sin lo otro no lleva a ningún puerto ni lagar.

-Quiero comprar otra finca, aquella de allí abajo, que está perdida de vegetación. Es de un paisano de Villalibre, de 92 años. El hombre conduce, y todavía sube a la viña ¡con esa edad! Pero me dice la hija que hasta que no muera el padre que no vende.

Nos fuimos despidiendo, que la finca no se iba a segar sola, y yo quería llegar a lo alto del Torullón y darme un baño de sombra. Le sonó el teléfono.

-Hola hijo. Estoy aquí con un cliente tuyo. Dime tu nombre.

El hijo no me recordaría, y entre explicaciones y dudas, la finca hubiera quedado sin segar. Para apoyar mi argumento, le dije que el primero que me había puesto un vino de su hijo fue Miguel, el del Gundín. Siguió hablando con el hijo, se despidió con afabilidad, se montó en su furgoneta y enfiló la cuesta levantando un polvo fino.

Hacia el oeste se perfilaba la Peña de Recunco, que cierra el atardecer mirando de reojo hacia Orense.

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