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  • Foto del escritorLuis García Prieto

#9 El castañar de Manzanedo

La línea del TD que nos lleva a Manzanedo puede que se desvíe y llegue hasta Espinoso de Compludo, a dejar gente de cierta edad que necesita ir a la pequeña urbe para visitar al médico, a la plaza de Abastos, o por que les da la gana. Aunque lo más probable es vaya directo a San Cristóbal de Valdueza y pare junto al hotel Morredero y las escuelas, ambos cerrados, reflejo de una época de niños y nieve. Volviendo sobre sus pasos (sus neumáticos), tuerce

a la izquierda y se prepara para descender dos torres de la Rosaleda por una serpenteante carretera. Una recomendación: hay que colocarse en el lado diestro para contemplar el hermoso castañar, donde las sendas y caminos solo se entrevén en invierno y la referencia es la iglesia de Villarino.

En un claro en el soto, Manzanedo de Valdueza, un pueblo recogido, con las casas muy juntas, como para darse calor; y más luminoso de lo que pudiera parecer por los altos montes que lo rodean, a un lado del anfiteatro que culmina en el Corón. Manzanedo: resulta curioso el nombre entre tanto castaño centenario. 300 años atrás, un pavoroso incendio quemó 70 casas -no debía de haber muchas más- y que en dos días no se pudo apagar. Si nos hemos olvidado de llenar la cantimplora, ahora es el momento. En Manzanedo hay varias fuentes, como la del Val o la del Tío Pedro: una buen sorbo de ellas será tan revigorizante como esos líquidos que enlatan y prometen volar sin alas.

Si tenemos suerte, podríamos cruzarnos con Arturo González Rodríguez dando un paseo por el soto, apoyado en su cayado. Con una vitalidad envidiable a sus 90 años, nos mostraría los castaños que eran de su propiedad, indicando las lindes y pequeñas piedras que lo señalan, imperceptibles al ojo del profano. “Bueno, castaños de mi mujer, yo nací en Montes”. Y las escaleras de madera que facilitan el acceso al empinado soto que el arroyo de Roganos divide. “Las escaleras las hice yo con la madera de aquí mismo”. La mayoría de los castaños de Manzanedo dan castaña roja o de injerto (la negral), una castaña de buen calibre, muy redondeada y con listones muy marcados y anchos. Destaca por ese color rojizo brillante, donde casi te puedes reflejar. Hay mucho castaño bravo pero no da muy buena castaña. Arturo no recuerda si por el castañar había habido alguna vez lobos, pero sí muchos jabalíes, como cazador que fue bien lo sabe.

En mitad de tanto castaño, la iglesia de Villarino, que así se llamaba Manzanedo siglos atrás. A su lado, los restos de la Casa Rectoral, pasto de las llamas, pasto de ladrones sin alma. Intentaron llevarse las 3 campanas y la pila bautismal. Y, movidos por una leyenda, levantaron todas las losas del suelo, buscando un tesoro. Infames, no entienden que el tesoro es el aire y lo que lo contiene, el armazón sagrado el que se bautizó, se celebraron misas en duros inviernos, y se dio el último adiós. Y donde Arturo y su mujer sellaron su matrimonio en 1956.

Continuamos adelante, que Valerio nos espera, que seguro algo queda de su esencia en El Pedroso, añorando a Egeria, fascinado por su historia como primera viajera de la historia, mucho antes que Marco Polo, y que en Santochín, en lo alto del castañar, tenía su abadengo. Por sus veredas podemos imaginar al inquieto san Genadio, trabajador infatigable. Manzanedo, con su veintena de barrios, con sus ermitas, iglesia, el monasterio de Montes a tiro de piedra que hoy son, en gran medida, párrafos y párrafos en libros de estudiosos, bajo el amparo del Tumbo Viejo de San Pedro de Montes, el gran documento al que aferrarse aunque de soslayo, que lo escrito no siempre refleja lo meridiano.

El arroyo de Manzanedo discurre plácidamente a nuestra derecha, escondido en la lujuriosa vegetación. No sé si es término adecuado pues la lujuria es pecado. Y no venial: mortal. O sí: la lujuria (en latín, luxuria) es abundancia, exuberancia. Había mucha lujuria de santidad, de iglesias, de mujeres y hombres rectos para siglos ya pasados, que apenas nada queda, o sigue escondido. Ejemplo de aquello, la ermita de Santa María de Escayos, o lo que adivinamos. Se esconde en la lujuriosa vegetación, desnuda de cubierta, con los muros que verían san Genadio y los naturales de La Cisterna y Valdescayos. El camino es amplio, umbrío en verano y sugerente en otoño, hasta dar con la herrería de San Juan del Tejo. Un tal Benito Monteagudo sacó pingües beneficios para el monasterio de San Pedro de Montes con el que hacer más agradable la vida de sus, a ratos, píos moradores.

Paralelos a la carretera, San Clemente de Valdueza, Valdefrancos, San Esteban de Valdueza, pueblos que se resisten a sucumbir ante tantos enemigos y tan poderosos, muchos de ellos empiezan sus nombres con un “des” que desasosiega: desarraigo, despoblación, destrucción.

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