-¿Cuántos me echas?
Se me hizo un nudo en la garganta. No esperaba que, a mi inocente pregunta a un señor que podría ser mi padre, él me retara de esa manera, en un arranque de coquetería. Cometí el error de contestar sin sopesar: noventa y tres. Se ofendió un poco, torciendo el gesto tras la mascarilla, o eso intuí.
-Tengo 89, el 18 de enero cumplo 90 años.
Salvé la situación como pude, que la mascarilla no ayudaba a ver el semblante del hombre, y unas facciones marcadas con arrugas con lustro arriba o lustro abajo. Para otra vez tiro por abajo, pensé para mis adentros, y siempre es más elegante, a riesgo de pecar de exagerado o miope.
Con aquello del COVID (¿os acordáis?) un buen plan para una luminosa mañana de agosto fue acercarme a Manzanedo de Valdueza, a dar un paseo por su soto. Y liberarme de la mascarilla en los espacios abiertos, y respirar la esencia de los castaños viejos, mejor que una ración doble de vipsvaporú. Si ya es habitual de mis paseos no encontrar a casi nadie, apenas recuerdo toparme con alguien en los caminos de este soto milenario, el más bonito en leguas a la redonda. Manzanedo de Valdueza no ofrecía mucha animación al mediodía, salvo por los ruidos de alguna vivienda. Dentro del soto la sensación era espléndida. Desde julio, la flor del castaño había dejado paso a unas bolas de pinchos verdes, que si las tocas son como de peluche, y que guardan el secreto del magosto. Y todo vibraba de agitación... incluidos los insectos voladores, a los que les encantan los ojos humanos, tan húmedos. Ensimismado de verdor, con el móvil en la mano para arrasar con el disco duro y rebosarlo con fotos, vi a un señor. Caminaba despacio, con un cayado de madera sin hincar en el suelo, y solo. Su pantalón y camisa (ambos azules) destacaban sobremanera sobre el oscuro fondo terroso, la tierra oscurecida por las lluvias del día anterior y la tenue luz que impregnaba el soto. No sé cómo empezamos a hablar, a pararnos siquiera en aquellos tiempos donde la distancia entre humanos era norma. Causalidad: gracias Gustav.
Era Arturo González Rodríguez, nacido en 1931, algo encorvado por el peso de la edad, aún vigoroso para andar por esos parajes. Nos paramos donde el ancho camino hace una curva, y una escalera de madera (más bien un pasamanos) da acceso a la ladera limpia con sobrecogedores castaños que hincan las raíces en el vértigo. Le dicen Roganos, por el arroyo (más regato que otra cosa) que baja de las que fueron posesiones de santa Eucheria (Egeria en latín), la primera viajera de la Historia, por el siglo IV. Tal vez Arturo no lo supiera, pero en Manzanedo ha habido vida desde muy antiguo. Con el terrible incendio de la Tebaida Berciana (funesto abril de 2017) surgieron gran cantidad de terrazas de uso agrícola, ocultas por la vegetación. Las llamas hicieron aflorar dos despoblados medievales: Santa María de Castrillo y Santa Eucheria, en un paraje llamado Santochín, con epicentro en los dominios de Manzanedo de Valdueza.
A mí, en aquel momento, lo que me venía a la mente era pensar en alguien que había nacido en un enero de 1931 en Montes de Valdueza, un lugar sin carretera (hasta 1966 no se contruiría la que llega a Peñalba de Santiago), con caminos de carretas y bueyes; un niño en un valle rutilante y fecundo (parafraseando a san Valerio) donde todavía hoy es complicado llegar en invierno. Parece que hablo del Tíbet.
-El pasamanos lo hice yo, con la madera del soto. Mira, aquellos son míos, y aquellos también. Bueno, son castaños de mi mujer.
Me mostró todos aquellos que eran de su propiedad, indicándome las lindes y una pequeñas piedras que lo señalaban. Para que me quedara claro, Arturo abandonó el camino y subió por la ladera como si me hubiera mentido, y tuviera la mitad de años. Fue señalando unos mojones. Yo no fui capaz de ver los sutiles marcadores en el suelo, que lo mío mío y lo tuyo tuyo. Estoy más acostumbrado a ver los castaños marcados con aerosol, con letras crípticas: A. C. O: B. F. Acrónimos con nombre y apellido.
-La mayoría de Manzanedo es castaña roja o de injerto. Hay mucho castaño bravo pero ese no da muy buena castaña.
Creo que se refería a la Negral o injerta, que es una castaña de buen calibre, muy redondeada y con listones muy marcados y anchos, con un color rojizo brillante. La que yo diría en un test es la variedad Parede.
La conversación fluía en dos personas que se habían conocido poco antes. Yo a veces parezco un comisario de la Stasi, interrogando con mano de seda a aquellos con los que me cruzo, y que creo tienen algo que contar. Estimo que es oro puro disfrutar de la oralidad, el relato de primera mano, conocer los topónimos, los de verdad, no los de los mapas tan equivocados demasiadas veces. Y el argumento del trillado paisaje y paisanaje, y que es cierto. A las personas nos gusta hablar y, más que nada, ser escuchadas. Cuando me topé con él, Arturo regresaba a Manzanedo pero decidió volver sobre sus pasos y caminar junto a mí, Luis Hamelin. Se me da muy bien escuchar.
Arturo se había casado en la iglesia de Villarino, allá por el 1957, con una chica natural de Manzanedo. De ahí el nexo entre uno de Montes y una de Manzanedo, separados por el Oza y fatigosos desniveles y el canal romano, el renombrado CN-1, un carril que llevó agua a Las Médulas hace milenios. Conocer a alguien que se había casado en Villarino me pareció fascinante. Las bodas de 1957, en un lugar tan alejado, no se parecían en nada a las de ahora, con las novias de negro, la solemnidad que luego debía trasmutarse en alegría de un tamboritero, que al final las bodas consisten en eso, en el comienzo de una empresa vital bendecida por un señor al que le está vetado el trámite.
Pasamos el arroyo de Valdesampedro, obstinado en llevarse el camino ladera abajo. Yo no quería incomodar a Arturo, pero los minutos pasaban, y sus familiares le estarían esperando en el pueblo para comer.
-Le tengo cariño a Manzanedo, pero a mí me gusta más Montes.
Decía tener la memoria un poco mal aunque lo que peor le noté es la sordera: hablándole despacio y alto lo fuimos arreglando, con la distancia recomendada por la OMS. Se había dedicado a pastor, a comerciar con madera y leña de árboles, que alguna vez le vendía a un tal Calleja de Valdecañada (apellido muy conocido ese Calleja en ese pueblo alargado junto a su arroyo, aunque no sé si tenía relación con el Cobo Calleja tan nombrado por los comerciantes chinos).
-Era buen tipo el Calleja, trataba muy bien a los trabajadores.
Tras el corto desvío, llegamos a la iglesia de Villarino, siempre al sol, con una vegetación que aún no la tapa, pero tengamos paciencia; en un grácil estado de equilibrio, con los muros de lo que fue la Casa Rectoral.
-¿Lobos? Yo nunca los he visto. Jabalíes sí, lo sé bien que he sido cazador.
La iglesia debía de lucir espléndida antes de que unos ladrones levantaran todas las losas del suelo, movidos por la leyenda de un tesoro de los monjes de la Tebaida. Tampoco pudieron llevarse las 3 campanas y la pila bautismal. Se olvidaron llevarse la desidia y el olvido, que se apoderó del templo. Le conté que desde 1989 está cerrada al culto, y que hay algún proyecto buscando su rehabilitación. Noyectos, más bien. De vez en cuando, y con mucho tiento, hago ver que algo me suena, para tirar del hilo, que lo importante es lo que me relatan, que lo mío ya lo sé, sea verdad o medio verdad. Me enseñó la senda por la que subían con la imagen de Escayos desde los pies del arroyo de Manzanedo. Pero que luego redujeron el esfuerzo, y lo hacían rodeando a la iglesia de Villarino. Arturo jamás había visto tal procesión. Podría haberle dicho que por la Rodera del Rosario subían (hasta el siglo XVII) a la Virgen de Val de Escayos hasta esta iglesia, y que al atardecer, la bajaban a su ermita. Empresa nada sencilla, pero la fe mueve las piernas y el corazón.
-Mira, te voy a contar una anécdota. Un día yo andaba por aquí con la escopeta y los dos perros, y me encontré a dos monjas que habían venido de excursión a Villarino. ¿Qué hacían dos monjas por el soto? Se asustaron tanto al verme que hasta me entró la risa. Habían intentado bajar por la senda esa pero, claro, al ver cómo estaba habían dado para atrás. Ahora ya ves cómo está, cegada.
¡Estuvimos hora y media hablando y paseando! Se acercaba la hora de comer. Imaginé la escena al llegar a casa:
-Llegué tarde por un pesado que no paró de preguntarme de todo, que si cómo se llama este arroyo, o esa parcela, cuál era mi nombre... que parecía un policía.
Hubiera mentido, que a Arturo no hizo falta arrastrarlo con cadenas ni darle a beber ninguna pócima de la verdad. Antes de marchar, se echó mano al pantalón y sacó la cartera.
-Todavía tengo el carnet de conducir, hasta el 2022. Los hijos no quieren que lo coja, menudo miedo que tienen. Yo vivo en Ponferrada y con el calorón que hace me vengo a Manzanedo, al frescor, que últimamente ha habido unas cuantas semanas de noches de esas que le dicen tropicales.
Ciertamente, estaba siendo un agosto tórrido.
-Vente hasta casa, te invito a tomar un vino, ya bajarás por el otro lado.
La hospitalidad berciana siempre empieza con un vino. Aduje que había venido a sacar fotos por el tramo de camino que rodea El Pedroso (un castro donde san Valerio vivió, refugiado del ruido del mundo), siendo verdad y no queriendo ser descortés. Que rechazar una copa de mencía cosechero supone un pecado.
-Ven y te doy unas cuantas nueces de mi nogal.
Dudé en seguir a Arturo, aceptar la copa y a buen seguro unas rodajas de chorizo, pero debía seguir camino. A partir de San Juan del Tejo los mosquitos se hicieron insoportables, infinitos, rabiosos, tuve que usar una rama con hojas para espantarlas, que ni la citronela les hacía dar la vuelta.
Cuando escribo estas líneas, en la última parte de 2023, sé que su salud se ha deteriorado (Isabel me informaba este verano), que la edad no perdona, que hasta los de Montes de Valdueza apuran el paso para salir de este valle de lágrimas.
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