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#97 EL BLASÓN DEL MONASTERIO

  • Foto del escritor: Luis García Prieto
    Luis García Prieto
  • 23 jun
  • 3 Min. de lectura

En un municipio donde abundan los escudos —los blasones, que tanto monta—, el del Monasterio de San Pedro de Montes es quizá el menos conocido. Lo habitual es que estos emblemas engalanen las fachadas de edificios civiles, a la manera de un camafeo o un broche donde el marfil es sustituido por la piedra.

Sucede así en casonas como las de Los Barrios de Salas, esa triada arañada por el tiempo, donde cualquier fachada concentra la mirada del viajero en biografías de familias cinceladas en piedra. O como en Campo, que no le va a la zaga, con el escudo de la casona de Los Luna. O en la misma Ponferrada, en casonas barrocas que reclaman arqueta y respetuoso arquitecto, o en el ayuntamiento y la torre del Reloj.

El entorno que abraza al blasón

Lo bueno —nunca malo— es que el monasterio que se alza en Montes de Valdueza está rodeado de tanta belleza que el visitante se detiene ante la grandiosidad de los valles y las altas cumbres circundantes. La vista se demora en el castañar y los colores que vistan según la estación; el pensamiento se detiene en la fina línea del canal romano que pervive rodeando el Carballal, girando cual bailarín en Las Furnias. Y se escucha el rumor del Oza que acaba de nacer.

Si aún tienes la suerte de contemplar nieve, la luz reflejada se acerca a la pupila: luz blanca alimentada por el frío que exhala el Pico Tuerto. Las escaleras desde el aparcamiento te conducen hacia la entrada del sufrido edificio. San Fructuoso sabía dónde echar raíces, bajo el descomunal reloj de sol que es la Guiana.

El camino hacia el blasón

Dejando la entrada principal, el sendero tiende hacia la derecha para luego cambiar de opinión, enfilando la calle Tranquera. Allí se alza un arco de sustentación del acueducto que proveía de agua al monasterio desde la fuente de los Chanos, atravesando el fértil huerto.

Es precisamente ahí donde la calle, estrecha y umbría, juega con firmeza con la perspectiva, obligando a seguir recto hacia la luz del final. Y si no andamos precavidos, el blasón será invisible, mimetizado en la piedra.

El escudo desvelado

Se encuentra sobre una puerta que no es cualquier puerta: es la entrada principal, orientada al norte, que desemboca en el patio oriental. De arco de medio punto y situada a considerable altura, nos obliga a detenernos y alzar la vista.

Su tamaño es notable: a ojo de buen cubero, unos ciento sesenta centímetros de altura por un metro de ancho —aunque este dato tiende a equivocarse—. Es barroco, del siglo XVIII, y se conserva en buen estado. Por aquel entonces el monasterio fue arreglado y mejorado, beneficiado en parte por los pingües beneficios de dos ferrerías: la de Linares, que sobrevive mutilada junto a la carretera que lleva a Montes tras ser arrasada al construir el acceso en los años sesenta del siglo XX; y la de Pombriego, levantada por el abad Benito Zoube al otro lado del muro que forman los Aquilianos con la Cabrera.

La heráldica en piedra

En la parte superior, el escudo se divide en cuatro cuarteles con las armas de Castilla y León. Corona real con tal prestancia que parece llevar la mitad de la historia a cuestas, cabezas femeninas, volutas, motivos vegetales y todo aquello que la galopante miopía permita distinguir.

En la región inferior, un león pasante con una asta por detrás, rematada con una cruz flordelisada y gallardete. Flordelisada y gallardete: palabras de suave métrica pétrea.

Testigo silencioso de la historia

El blasón ha visto pasar bajo él —por esa puerta hoy relegada— a monjes, eremitas, abades, criados, labriegos y pastores de la Quintería. Quién sabe si también a algún viajero perdido en noche de ventisca, o a un grupo de mulieres sanctae Clarae, religiosas del hábito llegadas para sonrojar las mejillas de los moradores.

Escudo impertérrito durante estos 275 años, década arriba o década abajo. Superviviente a los avatares de la Historia: encarnizadas disputas entre nobles, la Guerra de la Independencia, un incendio en 1846 (o 1842, que no se ponen de acuerdo los estudiosos), las expropiaciones de Mendizábal y su afán reformista de consecuencias discutidas y erradas.

Desde el siglo XX, el monasterio vive un cierto esplendor: un lustre renovado con el Plan Director, la celebración de los once siglos de historia, y la feliz idea de poder pernoctar en lugar tan singular.

 


 
 
 

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