#86 OZA, RÍO DE SANTOS Y PECADORES
- Luis García Prieto
- 25 mar
- 9 Min. de lectura
Oza. O. Z. A. Tres letras que al juntarlas no parecen significar nada, tan sencillas y humildes que parecen primitivas, casi de cueva con pinturas de bisontes alanceados. Rebuscando, algo surge. El término "Oza" tiene orígenes inciertos y se asocia con topónimos en la península ibérica. Sus posibles raíces obligan a citar a los sempiternos Celtas (¿de verdad existieron los celtas como un todo indivisible?), que lo relacionan con el agua, bosques o naturaleza, acorde a la geografía de lugares con este nombre. Puede enlazar con el Latín tardío o romance, vinculado a asentamientos rurales o aldeas pequeñas. O, rizando el rizo, con el Hebreo bíblico, donde aparece escrito en la Biblia como "Uzza" o "Uzah", significando "fuerza" o "poder". Pues las tres nos valen: el triunvirato que forman el agua, el asentamiento humano, y el poder.
No podemos olvidar a Madoz, el creador del famoso Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar, que afirma que el vulgo (el común de la gente popular, que nadie se ofenda) nombraría como Vera al Oza, que en árabe puede relacionarse con Wadi Vera, haciendo referencia a "río" o "arroyo", tan obvio como llamarle agua al agua.
Así que ahora decir Oza ya no parece tan críptico.
El Oza nace entre el Forgos y los 12 Apóstoles, unos farallones rocosos que protegen a la Guiana de los vientos del norte, a tiro de piedra del collado que separa este valle de aquellos que se abren al oeste, como el de San Adrián. Lo hace a unos 1.300 metros de altitud, centímetro arriba centímetro abajo, abastecido de las nieves que trae el invierno. Esas aguas tempranas nutrían con generosidad los pastos que servían a los rebaños de los pastores con los que se encontró San Genadio al llegar allí. En sus escritos, el santo describe a estos habitantes de los valles de Montes de Valdueza como hombres «sin casa y semisalvajes».
Sánchez Dragó nos recuerda en Gárgoris y Habidis que “con tanto piojo, ácaro, llaga y pestilencia, nada tiene de extraño que entre los peregrinos naciera la imperiosa costumbre de lavarse a conciencia todo el cuerpo poco antes de llegar a Santiago. Corría allí, y sigue en ello, el santo arroyo de Labacolla, cuyo nombre refleja la costumbre de poner a remojo en sus aguas las partes pudendas o cojones. Esta operación, quizá inspirada en los lavatorios de los musulmanes, empezó siendo precepto higiénico y derivó después, con difícil sinécdoque, a norma moral y hasta litúrgica. El autor del Codex la describe sin melindres.”
De una manera especular, puedo ver al corajudo Fructuoso (que aún no tenía la condición de santo, ni podía imaginar tal honor post morten) bajar al cauce del Oza desde el primigenio monasterio para poner en remojo sus vergüenzas, como los peregrinos de Labacolla, y frotarse la piel para desgracia de piojos, ácaros, garrapatas y picores o malos pensamientos, que el frío aplaca la carne, la propia y la pretendida. Y luego Valerio. Y después Genadio. La santísima trinidad del Oza enseñando sus nalgas. ¿Cuántos ríos han calmado el picor y la sed a tantos santos con la modestia de su cauce?
En sus 20 kilómetros, el Oza es capaz de humedecer -con sus labios de río de juventud prontamente truncada- a un monasterio, cinco pueblos, tres despoblados, una granja de monjes, siendo la divisoria entre los Aquilianos y la Ponferrada que se allana tras los montes de vides y olivos. Y dejarse chupar su fresca sangre de hachedosó para disfrute de los villanos de la ciudad templaria y su alfoz. Aseguran que su agua sabe mejor que la de Bárcena, empantanada y oscura. Bien pensado, podrían embotellarla y venderla como agua de santos.
Haciendo bueno aquello de “muere joven y tendrás un bonito cadáver”, llega al Sil sin apenas haber saboreado la vida, a unos 474 metros de altitud, en unos parajes que le dicen de La Chousa y Repunta. Unas horas antes del óbito, ha girado noventa grados bajo la mirada del Pico de Águilas, aprovechando el ímpetu del arroyo de Peñalba para serpentear por esta faja de frondosidad y frescura infinita, flanqueada por dos cordilleras que le aprisionan hasta su fin: sí, he tomado prestado a Gil parte de este párrafo final. Ha recorrido esos casi 20 km (19.480 metros dirían los quisquillosos), una longitud que es la mitad del Burbia, o un tercio del Cúa, haciendo ver la modestia de un río en comparación con su cauce, tan lleno de historias.
LA VALDUEZA
Es momento de anotar en letras mayúsculas que el Oza da nombre a la comarca de la Valdueza, al Valle del Oza. Que tuvo dos ayuntamientos, el último el de San Esteban de Valdueza, cuya sede resiste al tiempo en la calle Real desde que se cerró en 1974. 13 pueblos, y algunos más si añadimos los de los Compludos. Parte fundamental de la Tebaida Berciana, uno de los hechos más singulares de la historia mundial. No nos extenderemos en este capítulo, ya tratado excelsamente por libros y autores de prestigio.
AVENIDAS
El agua es el material más duro del universo. Y el Oza, de cuando en cuando, se enfada y golpea con su puño de hierro a aquellos que atreven a asentarse a sus orillas y dudar de su capacidad de desbaratar la vida de cualquiera. Los hacedores de Montes de Valdueza, o del monasterio que lo conformó, fueron listos y lo alejaron del río, que discurre 50 metros por debajo. Aunque otros asentamientos de la Valdueza no han tenido tanta fortuna, pegados al río como la carne al hueso. El Oza no ha respetado ni lo sagrado. A finales del siglo XVI se documenta (quizá por vez primera) una avenida del Oza, que se llevó por delante la antigua iglesia de San Bartolomé en Valdefrancos, donde hoy se asienta el cementerio, con una antena que afea al decadente conjunto. La desgracia volvería en el año 1700 a caer sobre las gentes de la Valdueza. Esta vez le tocó al poblado de San Juan del Tejo, dicen que levantado por San Genadio. Esta terrible riada del Oza obligó a sus habitantes a abandonarlo para siempre.
«Yo, Marcos Fernández, procurador general del concejo del Valle de Valdueza, he sido testigo que el sábado pasado sobrevino una avenida del Oza tan grande que llevó el sitio y barrio de San Juan del Tejo, con catorce o dieciséis vecinos, y dejó solo la casa de tres, llevándolas con todos los bienes que tenían y los ganados que dentro estaban (año 1700).»
A día de hoy, escondido en el margen derecha del Oza, se pueden merodear entre las casas, en un estado aceptable a pesar del tiempo y la avalancha. San Juan del Tejo posee aún un encanto especial, de esos sitios donde emana en su soledad la sensación de que algo habita todavía allí, un lugar a recuperar, aunque eso es asunto que tratar en otra ocasión.
Las avenidas de los siglos XVII y XVIII hicieron estragos en San Clemente de Valdueza. Según reza una inscripción en la actual iglesia, data de 1704. Antes, los feligreses acudían a una modesta iglesia en la margen derecha del río (ahora cementerio) destruida por la riada de 1696, y donde aún se pueden advertir una ventana abocinada con arco de herradura entre la maleza. Para la nueva iglesia se fijaron en El Penedo (peñasco), junto a la casa del Consistorio. Por su elevación, confiaban en que el agua no la afectara como en las siguientes riadas de 1698 y 1700. El edificio se asienta en la roca por lo que la tradición de ser enterrados en el templo no podía cumplirse. Hubieron de meter tierra para lograrlo. Y además no podían procesionar alrededor de ella, debido a la estrechez en derredor. El miedo pudo más que la obligada costumbre y a la liturgia.
Cuando el procurador general del Valle de Valdueza pidió a Don Diego de Valcarce y Ron, cura de San Esteban de Valdueza, que le entregara por escrito una declaración sobre los daños que habían causado aquellas riadas, le presentó lo siguiente: "el año pasado de 1696, el día de Nuestra Señora de la Concepción, 8 de diciembre, bajó de dichos montes y sierras, de las nieves que en ellos había, tan gran multitud de agua, que inundó las más de las casas de dicho valle y llevó desde los cimientos doce casas de morada con algunas bodegas y lagares sin dejar rastro de sus cimientos con las cubas de vino y otros bienes y alhajas que tenían y los lagares con sus vigas y más pertrechos, la cual avenida llevó también los prados, huertas y más haciendas de dicho valle. Y en el año de 1698 y 1700 sobrevinieron las mismas llenas, volviendo a llevar los referidos bienes que habían vuelto a cultivar, arruinando también y aniquilando la iglesia del lugar de San Clemente, pues se quería mudarla a otro sitio y no hallándolo la hicieron en una peña donde no se le pudo dar más que una puerta, sin poder andar procesión en derredor, sólo por tenerla a onde se pueda decir misa y enterrarse”.
Es notable que en ese periodo de cuatro años, de 1696 a 1700, hubieran 3 avenidas con trágicas consecuencias. No podemos siguiera imaginar la infausta suerte de ver cómo las huertas son arrasadas, las pobres construcciones abatidas, y los pocos animales llevados por el ímpetu del agua. Eso los supervivientes. Imágenes similares a las de 2024 en Valencia, con el agravante de la pobreza de medios que había en esos siglos de subsistencia, ni la ayuda inestimable de sagaces políticos que, por suerte, “se encuentran bien”, si se me permite la ironía.
Mediado el siglo XIX, Madoz lo recuerda: “Es escaso de pesca, produciendo solamente algunas truchas pequeñas, pero muy delicadas. Su curso es de unas 5 leg., y sus avenidas destructoras, porque recoge la nieve de los montes Aquilianos y otras sierras secundarias.” Los informantes de Madoz dejaron bien anotado lo que las gentes de la Valdueza habían padecido, la herencia de recuerdos que se repiten.
El Oza volvería a demostrar su poder en el siglo XX. El 12 de agosto de 1964 se desató una descomunal tormenta sobre los Aquilianos. Eran las cuatro de la tarde cuando oscuras nubes cubrieron el cielo. No fue una tormenta de verano más, ya que cambió la vida de Santa Lucía y de San Adrián, al sur de Ponferrada. En Toral de Merayo, última parada del Oza antes de fundirse con el Sil, la plaza del Nogaledo se inundó, dejando piedras, barro, y hasta un colosal castaño que quedó tendido en mitad de la plaza.
No obstante, no iban a ser todo exuberancia hídrica. El Oza sufre en los cálidos veranos, y de qué manera. En el agosto de 2022 el agua escaseó tanto que se podía cruzar prácticamente en cualquier punto.
SOLDADESCA
El Oza está flanqueado por arroyos que si bien acatan la jerarquía, no son meras comparsas de su general, y algunos hasta pueden presumir de historias con enjundia. El primero, el arroyo de Las Furnias, que bebe del Pico Tuerto. Según Rodríguez Cubero (al que debemos buena parte de las pistas con las que escarbar en las historias), el llamado oratorio de San Ciprián se levantaba en el valle del mismo nombre, entre la carretera actual que conecta Montes de Valdueza con la civilización, aquella de la que huía Fructuoso. El acervo popular asegura que hay una piedra labrada en forma de sillón donde el santo solía tomar el sol, algo muy evocador pero de difícil comprobación.
El ya citado arroyo de Peñalba, deudo a su vez de los arroyos de Friguera, de Los Mateos y el del Silencio -que un día fueron venas de un glaciar-, viene cargado de ecos del pasado. No olvidar el arroyo de Manzanedo, bajando alegre entre castaños centenarios y ruinas, donde nadie se acuerda ya de la santa Egeria, que bien podría haber sido la fundadora del Lonely Planet escrito en latín: Planeta Solitarius. Aunque más modesto, y descargado de pesadas cargas de la historia, el arroyo de Pomares, con un encanto especial, de pequeñas cascadas. Y avanzando hacia el poniente, el arroyo de la Raseda, que se encuentra con el Oza en San Clemente de Valdueza. Y en nada, el arroyo de Bocarrodrigo (citado como el de Río Guío, confusión del que lo apuntó a vuela pluma), misterioso y encajonado, que cede sus aguas tomadas del Forgas antes de vislumbrar Valdefrancos entre la espesura. Y Rioseco, arroyo que no necesita más explicación, pero que siempre he visto, o más bien oído, con ese rumor del que sigue labrando piedra bajando de Valcabado. Los monjes de Santullano fueron más previsores al levantar la Granja de los Monjes, y la separaron del Oza; no demasiado pero lo justo como para tomar distancia, como el torero tantea al toro. Antes, dos arroyos descienden por la orilla derecha: el Carrozo y el Castrillo, que aprovechan un ensanche del río para desaparecer pausadamente en su curso. Pasado San Esteban de Valdueza, el arroyo de Villanueva, con su puente romano, o no. Y ahí el Oza se solaza y engorda también con el hilo de agua que brota en el Barranco de Juan Prieto, modesto hasta que se encabrita. Es entonces cuando el Oza serpentea más que nunca, las orillas se separan, bebe del arroyo que baja de Valdecañada, y el paisaje se va abriendo, como anticipando la luz final. Los últimos aportes son el arroyo de Ozuela, y el más modesto arroyo de los Predos, que conforma un fértil valle en las faldas de Orbanajo. Ahí es cuando el joven y tan viejo Oza saluda a la muchedumbre de chopos, al altivo canal de Cornatel, para visitar Toral de Merayo con cierta prisa, que el Sil, el matarife de sangre y heridas, no espera.
Heráclito decía que ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos. Este famoso aforismo del filósofo jónico hace alusión al cambio. Y cómo no va a hacerlo si el efecto principal del agua es la transformación de todo lo que toca. Así que el Oza es siempre diferente. Cuando lo mires, o bajes a meter las manos y tomar un guijarro, has de saber que ese instante es irrepetible.

Fenomenal Luis. Bien por la "antigua iglesia de San Bartolomé, hoy cementerio". A las cosas por su nombre.
Lo de "lavar sus vergüenzas" en el río, puede ser que lo hicieran como ayuda para controlar los "pensamientos impuros" que ya de aquella, y hoy también, eran considerados pecado mortal.... o eso creo yo.